“respeten mi opinión, sentémonos a hablar, acortemos las distancias… Todo se resume en que somos personas con diferentes pensamientos”.
Imaginate que un grupo de 40 o 50 personas ordenadas bajo el dominio de la furia se tomasen el trabajo de agruparse cerca del sanatorio donde trabaja un médico. Imaginate que, en las últimas horas, este médico haya expresado su deseo personal con respecto a alguna determinación a nivel político nacional. Imaginate que esta turba se aglutinara para escupir sobre él difamaciones con todos los condimentos: cánticos coordinados, insultos, silbatinas… Suena ilógico y poco probable. ¿Y si en lugar de un médico suponemos que el individuo afectado por el tumulto de intolerantes fuera un mecánico, y el marco de los hechos es la vereda de su taller?
Tampoco sería una situación semejante a la realidad. Porque por estos días podemos afirmar que, convencionalmente, la raza humana ya adoptó la idea de que perseguir a quien piensa distinto, o a quien busca construir un mundo mejor a partir de un cambio, es un concepto que quedó sepultado junto con todas sus sangrientas consecuencias. O que está en proceso de hacerlo, porque aún aparecen cabos sueltos; porciones de diferentes sociedades que no incorporan como propio el dolor ajeno y las barbaries que desencadenó la persecución de ideas a lo largo de la historia. Por ejemplo, en España; un país invadido por el caos derivado del choque entre las ideas de los independentistas catalanes y los españoles radicales.
Dentro del análisis de cualquier hecho que afecte a las sociedades, sobre todo en países futboleros, vale la pena destinar una parte de la atención sobre los movimientos que realice el fútbol en relación al propio hecho por un simple motivo: su carácter de fenómeno cultural y su naturaleza de identidad afectiva fuerte lo convierten en un buen espacio para captar público y construir valores.
En Cataluña, el fútbol no tardó en aparecer como una vía eficiente para que un mensaje de conciencia recorriese el mundo, desde carteles en el Camp Nou hasta distintivos en las camisetas del Barcelona. Y parece mentira que sobre el manto de sangre que dejó la represión de la Policía Nacional y la Guardia Civil sobre los simpatizantes del referéndum llevado a cabo la semana pasada en Cataluña, Gerard Piqué haya tenido que sentarse a dar una homilía de treinta y siete minutos ante los medios, luego de ser abucheado e insultado durante las primeras horas de entrenamientos de la Selección Española simplemente por ser catalán y por haber participado de la votación.
Luego de que el Barça le ganará a Las Palmas con un doblete de Messi, Piqué brindó la primera (y más corta) parte de su lección. Mientras muchos catalanes eran golpeados en las escuelas donde se suponía que debían votar, a Piqué se le hizo un nudo en las cuerdas vocales y se le escaparon algunas lágrimas, porque sintió la injusticia; recordó los tiempos del autoritarismo franquista donde no existía el derecho a votar y lo inundó la impotencia. “Uno puede votar que sí, que no o en blanco; pero se vota”, sintetizó con la voz temblorosa, sin entender el accionar de las fuerzas policiales que fueron al choque contra una población que buscaba expresarse con el mayor de los respetos.